Voz y mandato del Señor
“Bauticen a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”
“enseñándoles a conservar todo cuanto se les ha mandado”
Las enseñanzas de Jesús fueron completadas, según lo anunciara Él mismo, por el Espíritu Santo que inspiró a los apóstoles los libros sagrados que hoy forman parte del Nuevo Testamento de la Biblia. De esta manera, según se admite unánimemente, la Revelación divina quedó cerrada con la última palabra del Apocalipsis.
Sería un grave error que la jerarquía estuviera llamada a crear o enseñar verdades nuevas, que no hubieran recibido de los apóstoles, sea por la tradición escrita en la Biblia, sea por la tradición oral de los mismos apóstoles.
Hay que entender que la Jerarquía Eclesiástica no es, ni pretende ser una nueva fuente de verdades reveladas, sino una predicadora de las verdades antiguas, según lo afirma el mismo Cristo, y de la misma manera que un tribunal superior encargado de interpretar y aplicar una carta constitucional, y una universidad encargada de enseñar las verdades del Evangelio; su misión no es crear nuevos artículos, ni quitar otros, sino al contrario, guardar fielmente el depósito que ha recibido, de modo que no se disminuya ni se aumente. De ahí como lo han afirmado los pontífices, la capitalísima importancia de que el cristiano conozca en las fuentes primarias ese depósito de la Revelación Divina.
Son muy pocas cosas cuyo sentido haya sido declarado por la autoridad de la Iglesia, y también son pocas las que de manera unánime han sostenido los santos padres de la antigüedad.
Pero siempre hay que recordar: nadie puede limitar la acción del Espíritu Santo. Es la voz del Señor, y nos habla en el desierto personal. Es profunda, y la soledad nos reconcentra en nosotros mismos.
La primera lección que nos da la soledad, es la de enseñarnos que no estamos solos, sino que nos vemos arrastrados por el inmenso remolino de la ola divina...
...Voz del Señor que nos conduce. En mí, sobre todo en el fondo de mi alma, en donde el Señor habla como maestro y que a la vez suplica con acento discreto, solicita y ordena en tono absoluto.
Es la voz del pastor que llama a sus ovejas cada atardecer, la que escuchamos cuando todas las demás voces se han callado.
Hemos de permanecer como centinelas, en alerta continua, dispuestos a responder, su voz, sin distraernos por el falso eco de la propia voz, sin impacientarnos por los tumultos. Sólo escuchando llegamos a obedecer y aceptar.
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