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Foto del escritorPbro. Artemio

¡Ven Espíritu Santo y desconciértanos!


La fiesta de Pentecostés nos sorprende a todos. El Espíritu Santo, cuyo protagonista central, trae un aliento siempre nuevo que desconcierta a toda mente y corazón instalados en esquemas propios del modo de ver la vida y a Dios. Y la novedad no consiste en ofrecer mensajes totalmente discordes a lo recibido en los grandes estamentos de nuestra fe, sino a una actualización profunda que renueva todo esquema caduco y estéril.

 

Así es, a la mente le gusta ordenar, clasificar, adaptar, organizar… y le manda mensajes al corazón de instalación y de seguridad cómodas para que supuestamente «viva mejor». También hace el esfuerzo para que Dios venga en su ayuda y le dé una supuesta «gracia de conservación». Pero el Espíritu Santo no se queda enjaulado en esos cuadros mentales que muchas veces no producen ningún fruto. Más bien Él viene a romper esos esquemas y a conducirnos a una nueva realización más plena, la que viene del aliento de Dios.

 

En el evangelio de hoy se nos señala que Jesús no tuvo ningún empacho para regalarnos su Espíritu: «Sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Desde ese momento, a través de María y de los Apóstoles se nos trasmite a toda la Iglesia este grandísimo don. Es por ello que, a pesar de nuestros límites humanos y necedades, hemos sido guiados y sostenidos por su fuerza, sabiduría y gracia.

 

De entre los signos con los que se le ha querido simbolizar al Espíritu Santo destaca el del fuego. Sí, pero no de ese que todo lo arrasa y destruye a su paso, tanto lo malo como lo bueno. Más bien es una especie de fuego selectivo que quema el miedo, la zozobra, el desaliento, el sinsentido, la desesperanza y alienta la fe, el entusiasmo y la valentía; acaba con el egoísmo y el autocentramiento estéril y hace crecer el verdadero amor como un don de sí mismo. Es un fuego que cauteriza toda herida de odio y desamor y hace nacer, desde dentro, la reconciliación. En fin, es un fuego que acaba con toda pasión que busca dividir y disgregar y alienta todo sentimiento que brote de la semilla de la unidad y de la paz.

 

Este fuego, aunque estamos en consonancia con él, y aceptamos su obra, a la hora de vivirlo en nuestro proceso de integración personal, brotan sorpresas y nos desconcierta. No salen las cosas como queremos. Aunque parezca contradictorio, pero le resistimos y le queremos controlar. Queremos llevar el mando de ese camino de transformación. Y es ahí, justo ahí, donde nos estancamos.

 

Por lo tanto, la invitación será de nuevo a la apertura, a la docilidad y a la disposición a ese Espíritu que siempre intercede por nosotros con «gemidos inenarrables» (Rom 8, 26) e inabarcables. Y dejar que nos desconcierte para mucho bien.

 

Interiorizo esta realidad del Espíritu Santo y me pregunto: ¿Me siento disponible a su obra y acción en mi vida? Si no es así, ¿qué me lo está impidiendo hoy? ¿Qué lugar ocupa el confort y la comodidad en mí? ¿Cómo vivo el tema de mis propias inseguridades? ¿Serán estas un obstáculo para que me abra con disponibilidad al Espíritu del Señor? Hablo de esto con Dios.

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