Tu espíritu nos consuela.
Actualizado: 2 jun 2023
Jesús llama al Espíritu Santo, el Paráclito. EL término “Paráclito” encierra varios significados pero esencialmente quiere decir dos cosas: Consolador y Abogado.
El Paráclito es el Consolador. Todos nosotros especialmente en los momentos difíciles, buscamos consolaciones. Pero frecuentemente recurrimos sólo a las consolaciones terrenas, que desaparecen pronto, son consolaciones del momento. Jesús, en cambio, nos ofrece hoy la consolación del cielo, el Espíritu, la «fuente del mayor consuelo».
La diferencia con las consolaciones de este mundo, es que estas últimas son como los analgésicos: dan un alivio momentáneo, pero no curan el mal profundo que llevamos dentro; evaden, distraen, pero no curan de raíz; calman superficialmente, en el ámbito de los sentidos y difícilmente en el del corazón. Esto porque sólo quien nos hace sentir amados tal y como somos da paz al corazón. El Espíritu Santo, ternura misma de Dios, que no nos deja solos, actúa así: «entra hasta el fondo del alma», pues como Espíritu obra en nuestro espíritu. Visita lo más íntimo del corazón como «dulce huésped del alma».
El Paráclito, además, es el Abogado, nuestro abogado. En el tiempo histórico de Jesús, el abogado no desarrollaba sus funciones como hoy, más que hablar en lugar del imputado, normalmente estaba junto a él y le sugería al oído los argumentos para defenderse. Y el Paráclito, “Espíritu de la Verdad” que no nos reemplaza, sino que nos defiende de las falsedades del mal inspirándonos pensamientos y sentimientos, lo hace así. Y lo hace, con delicadeza, sin forzarnos: se propone, pero no se impone. Mientras que elespíritu de la falsedad, el maligno, por el contrario, trata de obligarnos, quiere hacernos creer que siempre estamos obligados a ceder a las sugestiones malignas y a las pulsiones de los vicios.
Debemos de acoger tres consejos típicos del Paráclito, que son antídotos básicos contra sendas tentaciones, hoy muy extendidas. El primer consejo del Espíritu Santo, es “vive el presente”, no el pasado o el futuro, pues, el Paráclitoafirma la primacía del hoy contra la tentación de paralizarnos por las amarguras y las nostalgias del pasado, como también de concentrarnos en las incertidumbres del mañana y dejarnos obsesionar por los temores del porvenir. Tal como nos recuerda del Espíritu, “no hay otro tiempo mejor para nosotros que la gracia del presente”.
El Paráclito también aconseja “buscar el todo”, no la parte. Esto porque el Espíritu no plasma individuos cerrados, sino que nos constituye como Iglesia en la multiforme variedad de carismas, en una unidad que no es nunca uniformidad. Él afirma la primacía del conjunto: es en el conjunto, en la comunidad, donde el Espíritu prefiere actuar y llevar la novedad. Fijémonos en los apóstoles, muy distintos entre sí: estaba Mateo, publicano que había colaborado con los romanos, y Simón, llamado el Zelota, que se oponía a ellos. Había ideas políticas opuestas, visiones del mundo muy diferentes. Pero cuando recibieron el Espíritu aprendieron a no dar la primacía a sus puntos de vista humanos, sino al todo de Dios. Por eso si “hoy” escuchamos al Espíritu, no nos centraremos en conservadores y progresistas, tradicionalistas e innovadores, derecha e izquierda, pues si estos son los criterios, quiere decir que en la Iglesia se olvida el Espíritu.
El Paráclito impulsa a la unidad, a la concordia, a la armonía en la diversidad. Nos hace ver como partes del mismo cuerpo, hermanos y hermanas entre nosotros. ¡Busquemos el todo! El enemigo quiere que la diversidad se transforme en oposición, y por eso la convierte en ideologías. Hay que decir “no” a las ideologías y “sí” al todo.
Finalmente, el tercer gran consejo del Paráclito es “Pon a Dios antes que tu yo”. Se trata, del paso decisivo de la vida espiritual, que no es una serie de méritos y de obras nuestras, sino humilde acogida de Dios. El Paráclito, afirma el primado de la gracia, y, por lo tanto, sólo si nos vaciamos de nosotros mismos dejamos espacio al Señor; sólo si nos abandonamos en Él nos encontramos a nosotros mismos; sólo como pobres en el espíritu seremos ricos de Espíritu Santo.
Es una cosa que vale también para la Iglesia, ya que no salvamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos con nuestras propias fuerzas caemos en ideologías que dividen, que separan. La Iglesia es el templo del Espíritu Santo. Jesús ha traído el fuego del Espíritu a la tierra y la Iglesia se reforma con la unción, con la gratuidad de la unción de la gracia, con la fuerza de la oración, con la alegría de la misión, con la belleza cautivadora de la pobreza. ¡Pongamos a Dios en el primer lugar!
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