Sólo sé que antes era ciego y ahora veo
Un camino de fe
El comienzo del evangelio de hoy toca un tema trascendental para el ser humano. Los apóstoles, curiosos y crueles, preguntan a Jesús, al ver a aquel desgraciado al borde del camino: Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego? Ni él ni sus padres pecaron responde Jesús a los apóstoles, nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Este es el sentido más hermoso de nuestras adversidades: son el signo, una señal de Dios.
Todos nuestros sufrimientos tienen su sentido, pero a veces debemos esperar, con gran paciencia y por mucho tiempo, hasta que se revele su valor. ¡Cuántos años el ciego de nacimiento tenía que esperar! ¡Cuántos años de ceguera absurda, de noche incomprensible, para que pudiera brillar la alegría de este día! Gracias a la fe, podemos ver en nuestros sufrimientos, promesas y no mutilaciones. Ante cualquier dolor, hemos de adorar el misterio que Dios propone al hombre. Dios nos pide creer que cualquier sufrimiento puede convertirse en el sufrimiento de Cristo, que es su Pasión que prosigue: “Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo”, nos enseña San Pablo. No hay dolor, no hay cruz que no se parezca a la Suya.
El ciego del evangelio descubre el sentido de su ceguera en el encuentro con Jesucristo. Le regala no sólo la vista del cuerpo, sino también la visión del alma: la fe. Primero es invitado a dar testimonio del Señor. A los que le preguntan su opinión sobre Jesús, les responde con mucha convicción: es un profeta. Y al encontrarse de nuevo con Jesús y reconocerlo como su bienhechor, hace profesión de su fe: Creo, Señor. Y se postra ante Él.
Es la curación más profunda. Por cierto, es expulsado de la sinagoga, pero encuentra la fe: es el gran acontecimiento de su vida. Así se manifiestan las obras de Dios, por medio del actuar de Jesús. Sus milagros son signos que conducen hacia Dios, a los hombres de buena voluntad y de corazón abierto. Pero a los soberbios y autosuficientes los endurecen en su pecado.
Los fariseos ven a Cristo, y sin embargo no lo ven, porque no quieren verlo. Él está dispuesto a darles luz, pero ellos prefieren quedar en las tinieblas. Por eso, las palabras de Jesús suenan como una condena: “Si estuvieran ciegos, no tendrían pecado; pero como dicen que ven, su pecado persiste”. El pecado de los fariseos consiste en cerrar los ojos a la luz. ¿Qué sentido tiene que la luz de Cristo brille, si se cierran los ojos? De modo que Dios puede elegir sólo a aquellos que están abiertos y atentos para sus obras: los pequeños, los sencillos, los humildes. Porque la mirada de Dios no es como la mirada del hombre: el hombre mira las apariencias, el Señor en cambio, mira el corazón.
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