Sé que eres tú
Nos encontramos en este domingo de Pascua con la última parte del Evangelio del discípulo amado, ese discípulo incógnito donde tanto tú como yo cabemos y podemos reconocernos. El escritor más que narrar un acontecimiento hace su mayor esfuerzo por compartir una experiencia mística: la del encuentro con el Resucitado.
El texto evangélico está lleno de personajes, símbolos, reconexiones de historias y un hecho milagroso; sin embargo, entre tanto movimiento pudiéramos pasar inadvertido que el tema central es el del reconocimiento, un volver a conocer lo nacido y fraguado en el Amor.
Parte de la comunidad permanece reunida porque desde la Buena Noticia de la Resurrección ya no es el miedo el que les hace mantenerse en temerosa vigilancia, sino es la alegría de saber que Dios cumplió sus promesas la que los lleva a vivir el día a día con un Espíritu nuevo que los ha transformado desde dentro.
No es tanto con los ojos exteriores con los que han visto al Señor, sino son los ojos del corazón los que habiendo sido iluminados con el acontecimiento pascual son capaces de reconocer al Señor a orillas del lago. Por esta misma razón ya no es necesario corroborar que es Jesús quién les ha repartido los panes y el pescado; hay una sonoridad armónica en sus corazones que erradica pacíficamente las dudas e incertidumbres y ratifica que aquel que está allí con ellos es el amigo que salvó sus vidas y les dio sentido.
Lo anterior es precisamente un fruto de la Pascua, el fruto que el discípulo cosecha cuando ya no pide señales milagrosas, tocar y hundir los dedos en las llagas, sino simplemente sentir la presencia del Maestro en el calor de las brasas, en el delicioso aroma de la vida compartida.
El diálogo con Pedro nunca dejará de sorprendernos, nunca se agotarán las enseñanzas de la confirmación del amor y la fidelidad que habían sido fisuradas por la desconfianza y el miedo. Este diálogo siempre estará disponible para todos aquellos que hemos fallado, que hemos negado, que hemos querido testarudamente que las cosas hubiesen sido distintas.
Realmente el Señor no necesita que le reconfirmen la lealtad y fidelidad, sino necesita que el discípulo deje de mirar obsesivamente sus carencias y limitaciones. Necesita que el discípulo vuelva al diálogo genuino del amor y la confianza, necesita que se deje amar y se deje hacer según la misión que le será encomendada. Solo después de esto Jesús podrá decirle: ¡Sígueme!
En el silencio de la oración busco ocupar un espacio cercano al Señor para dejarme amar por Él. Me pregunto: ¿cuáles han sido los frutos de esta Pascua que vivo hoy?, ¿puedo dejar de culparme y lamentarme por el pasado para permitirle a Dios entrar en mi vida? Hablo de ello con el Señor.
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