Somos sus hijos muy amados
El Evangelio del Bautismo del Señor nos presenta un momento clave en la vida de Jesús y nos abre camino en la esperanza de nuestro caminar cristiano. Al acercarse al río Jordán para ser bautizado por Juan, Jesús no solo inicia su misión pública, sino que nos muestra una verdad profunda sobre nuestra verdadera relación con Dios. Cuando se abren los cielos y se escucha la voz del Padre decir «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Lc3, 22), se nos revela la esencia que nos caracteriza, por medio del primer sacramento que experimentamos, en nuestra vida espiritual: somos hijos muy amados de Dios.
En el ajetreo de la vida diaria y en la rutina cansada de todos los días, con sus desafíos y crisis, es fácil olvidar esta verdad esencial. La sociedad actual, con su enfoque en el rendimiento, la competencia y la comparación, muchas veces nos hace sentir que no somos lo suficientemente valiosos, vamos perdiendo nuestra dignidad y nos vemos a menudo menos que el otro. Pero en este pasaje, Dios nos recuerda que nuestro valor no depende de lo que hacemos, sino de quiénes somos: sus hijos.
San Pablo lo reafirma al escribir: «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14). Esto significa que, así como Jesús escuchó esa afirmación de amor en su bautismo, también nosotros estamos llamados a escucharla y vivir conforme a ella. Así se recuera el sentido real de nuestra vida y con ello la misión-llamada que recibimos del Padre.
Ser hijos de Dios no es sólo un título, sino una misión de amor para el amor. Implica vivir en coherencia con esa identidad, especialmente en un mundo lleno de divisiones entre las familias, egoísmo y falta de amor para con el prójimo. Vivir como hijos amados de Dios implica reflejar ese amor en nuestras relaciones. En una época marcada por la indiferencia hacia el prójimo, estamos llamados a ser agentes de paz y empatía. Jesús nos invita a amar incluso a nuestros enemigos (cfr. Mt 5,44). Esto puede traducirse hoy en actos concretos: escuchar al que sufre, ayudar al necesitado, tener apertura para con todos, no excluir a nadie, respetar las oponiones de los demás, y buscar la reconciliación donde haya conflicto.
Ahora bien, como hijos de Dios, cada persona tiene un valor infinito. En un mundo donde se menosprecia la vida, ya sea por violencia, desigualdad o discriminación, nuestra tarea es ser voz de los que no tienen voz. Al igual que Jesús, que se identificó con los más humildes al recibir el bautismo, también nosotros debemos caminar junto a los más vulnerables: todos valen por igual ante los ojos del Señor, pues hemos sido creados a su imagen y semejenaza, porque somos sus hijos, sus predilectos que hemos recibido el don de la vida eterna por medio de la cruz.
El Bautismo del Señor nos invita a recordar que no estamos solos. Dios está presente en nuestra vida, nos ama profundamente y nos llama a vivir con alegría, sabiendo que nuestra identidad está en Él, pues solo en Él tiene sentido nuestro ser, nuestra esencia.
Hoy más que nunca, en medio de tantas voces que intentan definirnos o alejarnos de nuestra esencia, volvamos al Jordán, contemplemos ese momento y hagamos nuestras las palabras del Padre que nos llena con su Espíritu Santo y nos dice: «Tú eres mi hijo amado».Que esta certeza nos impulse a vivir con valentía, esperanza y amor, sabiendo que somos testigos de un Dios que nos acompaña en cada paso del camino.
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