Señor, tú te conmueves en mi aflicción.
Ya de entrada, en el mismo gesto compasivo de Jesús, queda retratada, de modo indirecto, nuestra realidad. Tanto la de aquellos tiempos, como la de ahora. Desde luego, que no es un gesto ordinario, el de Jesús, sino que concentra un elemento admirable y esencial que revela su interior.
La palabra, en el original, que se aproxima a dicha compasión del Señor es la más fuerte que tiene el griego para referirse a la piedad, y esta, a su vez, proviene de la raíz que significa las entrañas. Por tanto, lo que señala el texto es que no se trata de un sentimiento superficial o cualquiera, sino que quiere mostrar una conmoción honda, que lo mueve a uno en lo más profundo de su ser; y que en lo bíblico, esta expresión solo aparece referida al Señor Jesús, y a nadie más.
De aquí que los filósofos podrían concluir que esta actitud y modo de ser solo le es propio a Jesús, y como es Dios, por tanto, es un predicativo solo de El. Sin embargo, la llamada de Jesús a colaborar con Él, se da en este preciso contexto. Él ha mirado con compasión a los demás y quiere que ese modo de ser lo aprendamos sus seguidores. Por eso, se comenzaba diciendo, al inicio, que su actitud tan compasiva mostraba a una humanidad de aquel entonces fría, distante, poco fraterna y solidaria, como también lo podemos vislumbrar ahora.
Este nuevo modo de ver al otro, tan arraigado en el Señor y tan convencido de ello, junto con una autoridad de esa que sana y libera, mueve el foco de la humanidad. Pero esto, hay que vivirlo en primera persona para poder comprenderlo; hay que experimentarlo para poder reproducirlo en los otros afligidos, que tanto anhelan un corazón cercano y lleno de compasión y caridad.
Viene bien pasar revista por los momentos en que Jesús se conmovió hasta las entrañas para dejar que se remueva nuestro propio corazón y se abra a la fe, para dejar entrar al Señor en medio de toda aflicción vivida. Así, traemos al presente que Jesús se conmovía por el dolor de los demás: enfermos, ciegos y oprimidos por los demonios (Mt 9, 36.14,14…); se conmovía por el sufrimiento de otros: le embargaba un deseo irrefrenable de enjugar las lágrimas de todos los ojos (Lc 7, 13); se conmovía por el hambre del mundo y por la soledad que vivían muchos leprosos y marginados (Mc 1,41); y en este caso, se conmovió por la orfandad que vivía el mundo: «andaban extenuados, como ovejas sin pastor». Hoy, se conmueve por nuestra aflicción. La de este momento, o la más reciente. Porque el Señor es capaz de moverse hasta las entrañas por mi, por puro amor.
Tanto ayer, como hoy, es el Señor el que nos mira, atiende y salva de toda aflicción. Nos escucha de verdad y nos cura de todo aquello que nos roba la vida. Nos sana el alma y el corazón y nos libera de todo lo que mata la fe y la esperanza. Nos libera y nos resucita en el amor. La compasión de Dios termina siempre en una profunda liberación y sanación.
No es raro que sea dentro de este contexto, donde el Señor también levante la voz y pida ayuda. Quiere colaboradores para este proyecto. Que se atrevan a saber mirar con compasión al otro, y se acerquen para ser bálsamo de caridad y de misericordia. Busca servidores cercanos que sepan abrir su corazón. así como Él lo ha hace por servicio desinteresado y por gratuito amor.
Me detengo nuevamente en el texto del evangelio y me pregunto: ¿Qué mueve en mí la mirada compasiva del Señor? ¿A qué me invita? ¿De qué aflicción me sana o quiero que me sane? ¿Me seduce su amor compasivo o siento que me abruma? ¿Por qué? ¿Me convence su proyecto? ¿Qué me detiene para poder seguirlo, desde la compasión a los demás? ¿Qué decido? Hablo con el Señor de esto que se mueve en mí.
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