Señor, enséñame a amar.
En el pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la pascua judía, que sería su Pascua de muerte y resurrección. En este contexto algunos griegos, de religión judía, llegados a Jerusalén para la fiesta de la pascua, se dirigen al apóstol Felipe y le dicen: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Me detengo en esta primera expresión del Evangelio y, junto con las personas que desean ver a Jesús, “como si presente me hallase”, queriendo compartir los mismos sentimientos del Señor que va a la cruz por mí en los próximos días santos, y no queriendo ser un espectador extraño que mira desde afuera, sino sintiéndome interpelado por la persona de Jesús, trato con humildad de responder las siguientes preguntas: ¿Tengo deseo de conocer a Jesús? ¿Lo busco? ¿Cómo? ¿Quién es Él para mi vida? ¿Me siento atraído por Jesús? ¿Qué le pido, qué necesito, cómo le hablo?
La escena del Evangelio prosigue. Responde indirectamente, de modo profético, a aquel pedido que se hace de poder ver a Jesús. El mismo Señor pronuncia una antigua profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” (Jn 12,23); y le agrega una imagen sencilla y sugestiva para poder asimilar mejor esa hora de gloria y a lo que se refiere: el grano de trigo que, al caer en la tierra, muere para dar fruto (Jn 12,24). Así, nos expresa que “quien se agarra egoístamente a su vida la echa a perder; quien sabe entregarla con generosidad genera más vida. Para dar vida es necesario morir” (Pagola). La gloria de Dios es su amor entregado y donado en su totalidad. A la luz de la Palabra del Señor, vuelvo a escuchar su mensaje en mi corazón, y le respondo: ¿A qué realidades necesito morir para tener vida? ¿Qué me llama a soltar? ¿A qué tengo miedo morir? ¿Creo lo que me dice Jesús? ¿Cómo resuenan sus palabras en mi corazón?
Finalmente escucho la expresión del Señor: “El que se ama a sí mismo se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”. (Jn 12, 25). “Quien vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o su seguridad, termina viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida, irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionada de vivir que hacer la vida de los demás más humana y llevadera” (Pagola). En la vida existe un amor sano y otro egoísta. El Señor invita a un amor sano: amar a Dios y amar al prójimo como a uno mismo. Pero en la expresión del evangelio que hemos escuchado este día Jesús nos quiere librar del amor egolátrico. Es decir, buscar la vanagloria, ocupar el lugar de Dios, en una palabra, presente en nuestra cultura: el narcisismo. El Señor no quiere esto para nuestra vida, ni para los demás, no un amor egolátrico, sí un amor sano del que Jesús nos da ejemplo. Un amor que da fruto. Un amor que llama a amar y servir. Hablo con Jesús de lo que me hace reflexionar su Palabra, como un amigo le habla a otro amigo. ¿Me siento amado por Jesús? ¿Cómo amo a los demás? ¿Sé discernir un amor sano de un amor egolátrico en mi vida diaria? Le pido al Señor la luz de su gracia para que me enseñe a amar.
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