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Isaías Mauricio Jiménez

Señor, ¿a quién iremos?


A través de un significativo recorrido el Señor deja clara la herencia que nos guardará en comunión con el Padre, alimentarnos de su Carne y su Sangre para alcanzar la vida eterna, la transcendencia con el Padre en el Reino de los cielos (Cfr. Jn 6, 65). En realidad, es un alimento que comienza desde la escucha y que lleva a la vida en plenitud. Sin embargo, para Jesús es necesario quitar apegos que nos impiden alcanzar la felicidad que nos trae como alimento, esto en razón de un seguimiento seguro y pleno.

Entre los seguidores del Señor, existe una realidad que no está lejos de la nuestra y que, a algunos, nos hace exclamar «es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?»: cuando la persona se apega a los bienes materiales, a lo superfluo, a lo sensible, no comprende la realidad espiritual tan grande de la que el Señor nos habla en el evangelio de este domingo. Aunque se haya comprendido la enseñanza del Pan vivo bajado del cielo expuesto por el mismo Jesús domingos atrás, la confianza debe coronar nuestro pensamiento y nuestros sentimientos, una confianza que rebasa nuestros razonamientos humanos y que centra sumirada en el seguimiento de Cristo.

Peregrinos, discípulos seguidores del Señor tenemos a la puerta la tentación de quedarnos atrapados en los beneficios de los bienes materiales, no porque los bienes espirituales no estén presentes, sino porque estos últimos implican un ejercio personal y libre que pudiera parecer cansado en el mundo de las prisas y de las premuras, un mundo que nos hace parecer locos siguiendo al Hombre que nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre. Cuando más seguridad sintamos en el seguimiento del Señor, más necesitamos depositar nuestra confianza en Él. Luego, la enseñanza de Jesús no es una confianza a una doctrina, sino que se trata de una confianza a Jesús mismo, a su persona: adherirse al Señor para permanecer en el amor, una mímesis verdadera que conlleva el pacto con la vida eterna.

Lo que nos logra atrapar de la manera de predicar del Señor es que parte del beneficio que el alma puede obtener para luego atrapar en el seguimiento, esto es, parte del regalo de la vida en abundancia, para asegurar la fe de los que le seguimos. Jesús quiere participarnos de las grandezas de su reino, manifiesta su deseo cuando pregunta a los más cercanos si también quieren irse, con el deseo profundo de que en su libertad opten por Él.

Romper con lo seguro, con lo que venimos arrastrando de años y que no nos viene bien es uno de los fuertes del Señor, que nos hacen redireccionar nuestra vida, cambiar el enfoque y actuar. Esta razón lleva también a algunos a retirarse.

En medio de nuestras batallas, siguiendo a Pedro, reflexionamos a quién hemos de ir si el Señor es nuestra vida y nuestro amor, si sólo Él conoce lo que habita en nuestro corazón. Nadie puede amarnos desde nuestro barro frágil como el Señor. A quién iremos si es el mismo Señor nuestra esperanza, si Él es el único que espera nuestro sí de amor. 

Cuando el espíritu se dispone para la escucha de la Palabra nuestra humanidad se transforma de tal manera que abre paso a la gracia de Dios. No se trata sólo de escuchar las Palabras que Jesús dirige a sus discípulos, se trata de hacer nuestras estas enseñanzas para la vida de todos los días y con ello alimentar el Espíritu que es el que da la vida (Cfr. Jn 6, 63); ésta es, sin duda alguna, la mayor preocupación del Señor.

Haciendo eco de los cuestionamientos del evangelio de hoy ¿quiero irme del Señor porque su manera de hablarme rompe con mi esquema de vida?, ¿prefiero la comodidad de mis ideales a la misión misma del Señor? Contemplo al Señor que me mira y me pregunta ¿También tú quieres irte? Converso con Jesús y le agradezco su presencia en este día.

 

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