Sana nuestra mirada, Señor.
En definitiva, los caminos de Dios no son nuestros caminos y sus pensamientos no son los nuestros. Es la experiencia de tener delante de nosotros al gran Otro que emprende nuevas rutas tan desconocidas para la entera humanidad. Nuestras lógicas, que muchas veces buscan la «justicia», acaban por perdernos y encerrarnos en nosotros mismos, sobre todo cuando están desprovistas de genuina humanidad.
El Señor Jesús en este evangelio nos lleva a trascender eso que llamamos «nosotros mismos», «nuestras medidas», «nuestros esquemas», «nuestros planes» y nos orienta hacia un nuevo horizonte cuyo límite es lo más alto del cielo. Nos levanta de ese «ras de la tierra» y eleva nuestra manera de ser, de pensar y de vivir.
Hoy nos rompe una falsa idea que podemos hacernos sobre nuestra relación con Dios: creer que tenemos ciertos «derechos» por el merecimiento de nuestras buenas obras. A veces se piensa así: «en justicia, Dios me tiene que premiar»; «yo, que soy mejor que otros, que he trabajado más que otros en su Iglesia, tengo derecho a un premio mayor de su parte». Y si miramos en la dirección correcta, caemos en la cuenta de que no tenemos ningún derecho de ese tipo. Lo que Jesús se comprometió en darnos, eso obtendremos: el Reino de los cielos con toda la plenitud de vida resucitada que ahí contiene, y eso es mucho más de lo que merecemos.
Los obreros de la viña no comprendieron esa manera de actuar del propietario. Al final de la jornada no quisieron aceptar, después de haber recibido lo convenido, que otros que trabajaron menos, recibieran lo mismo. Es la tristeza que afea y que ensombrece la mirada cuando se envidia el bien del hermano y que impide levantar la visión, sabiendo que habían recibido mucho más de lo que habían trabajado todos.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y lo que Jesús había expresado a los fariseos para que estos no se sintieran dueños de la religión, permanece en el evangelio para que los cristianos, nosotros, los seguidores de Cristo, evitemos ciertas actitudes que estorban en la vivencia de su Reinado, tanto al interno de nosotros mismos, como en la relación con Dios y con los demás.
Por tanto, se invita a soltar viejas actitudes como la de contar y recontar el tesoro de nuestras buenas obras, con las que pretendemos algún día ganar el cielo; la de creernos más ricos, más buenos, con más derechos que nadie ante Dios; la de pasar recibo por cada buena acción, por cada gota de sudor derramada por nuestro trabajo por el Reino; la de seguir recibiendo al hermano menor, cuando vuelve a casa deshecho y arrepentido, con tono de reproche, en lugar de recibirlo con alegría.
Si se trabaja en el Reino de Dios es buscando el servicio por amor. Es saber mirar al Señor en su gratuidad desbordante y aplicarla entre nosotros. Saber mirar como el Señor nos mira. Porque el que trabaja por la recompensa, la pierde; y el que olvida la recompensa, la encuentra. Trabajar solo por la recompensa es algo muy pobre, crea envidias, rivalidades y celos. Trabajar por el servicio por amor ennoblece el alma y el corazón.
Vuelvo a leer el evangelio. Medito un poco y me pregunto: ¿En dónde me ubico en esta historia? ¿Con qué personaje me identifico? ¿Por qué? ¿Qué le escucho decir a Jesús al final de la Parábola? ¿Qué me dice a mí? ¿A qué me invita?
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