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Foto del escritorPbro. Artemio

¡Quédate conmigo, Señor!

Actualizado: 23 abr 2023


La riqueza de este emblemático encuentro que tiene el Resucitado con dos de sus discípulos es inagotable. San Lucas nos ha compartido numerosos detalles en el texto que, a la luz de la contemplación, nos conducen también a nosotros a un encuentro profundo con el Señor. ¿Y qué se esperaba? ¡Si es el mismo Lucas el que iba de camino con Cleofás hacia Emaús! Él ha querido mantenerse en el anonimato, pero es su misma experiencia la que nos está compartiendo hoy.


Esta vez nos fijaremos un poco en el momento de esta escena, es decir, en la hora del día. El autor dice que es el mismo día en que sucede la resurrección pero que ya era tarde: «quédate con nosotros, Señor, porque anochece» (Lc 24, 29). Y también nos detenemos a mirar la dirección en la que caminan los discípulos: «hacia una aldea llamada Emaús» (Lc 24, 13) que está ubicada al oeste de Jerusalén. Es decir, lo que el evangelista está comunicando es que iban en la dirección del ocaso, con toda la simbología que eso contiene: donde el sol se oculta, donde hay decadencia, declinación o acabamiento.


Por si fuera poco, se le agregan los estados de ánimo en su caminata: iban entristecidos, ofuscados, en sus rostros se reflejaba la amargura y la desolación en su corazón. En la dirección hacia el oeste el sol desciende, esto hacía que no pudieran ver bien o, como dice el mismo texto: «sus ojos estaban tan cegados que no eran capaces de reconocer» (Lc 24, 16). ¡Qué situación más terrible la de estos dos! No había de su parte más que desilusión dolorosa y un sentimiento hondo de frustración.


La pregunta aquí será, según lo expuesto, ¿les quedará algo de disposición para un encuentro? ¿No más bien se está demostrando la cerrazón y la dureza? ¡Qué difícil! Por todos lados se asoma la imposibilidad. Algunos pueden pensar que para encontrarse con el Señor deben estar las mejores condiciones de vida, pero este texto nos demuestra que no.


La situación existencial de estos discípulos no representa ningún obstáculo para el Señor. Él es capaz de hacer de una noche oscura y un ocaso, un nuevo amanecer. De hecho la vida cristiana, a partir de la luz de la resurrección, se orienta siempre hacia esa aurora y hacia ese nuevo sol.


Este es un caso límite de frustración y cerrazón donde podemos caber todos. Pero el evangelio nos habla de la habilidad que tiene el Señor de hacer que las cosas tengan un nuevo sentido. Podemos ir al Señor así, con los sueños rotos, abatidos, con las esperanzas muertas y enterradas y el Resucitado hará, con su voz, que toda tiniebla nuestra se aclare y que se nos devuelva el sentido de la vida.


Sólo el Señor y su presencia hacen que ardan nuestros corazones y nos queden claras las cosas. Aparece la apertura y la disposición para entablar de nuevo relaciones de vida que brotan de ese amor. ¡Qué gran respuesta dieron aquellos que sin saber que era el Señor al que le pidieron que se quedara! «Quédate con nosotros, Señor» (Lc 24, 19). Ése es el signo claro de una profunda remoción interior que se abre al encuentro y a la vida desde el ardor del corazón.


Me sitúo en escena, como otro discípulo en camino. Me doy cuenta de mi andar. ¿En qué dirección me encuentro? ¿Me dirijo hacia el ocaso, hacia el acabamiento o la declinación? ¿O me oriento hacia el amanecer de toda esperanza y aliento? ¿Confío en que el Señor se puede acercar a mí, a pesar de que mis caminos se sientan perdidos?


Pido al Señor que me regale de su presencia en mi vida y en mi camino, en mi modo de andar, para que arda nuevamente el amor en mi corazón. Le pido que se siga partiendo y compartiendo en mí para que se me caiga la venda egocéntrica de mis ojos y reconozca que ese modo suyo de darse y compartirse es el sentido verdadero de la vida. Le pido que me ayude a que le invite a quedarse en mí. ¡Quédate conmigo, Señor!




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