Para que su fruto permanezca

Nos encontramos con que Jesús se está despidiendo, el tono de su discurso es de despedida, sabe que se va, ya ha pasado la última cena y se acerca la agonía del huerto, a estas alturas se dirige a sus discípulos y apuntala la clave de su predicación y su mensaje.

Comienza señalando que el amor que ha tenido por los suyos es el mismo amor que el Padre ha tenido por Él. Los ama con un amor que sale de las coordenadas humanas, los ama con el amor que Él ha sentido y recibido nada menos que de su Padre.

Hablar del amor siempre es un riesgo muy peligroso, porque es posible que disertemos de un sentimiento, o de una idea en la pura abstracción y en la nubosidad de las ideas, por eso Jesús previene y anuncia: el que cumple los mandamientos permanece en el amor, así como yo cumplo los mandamientos de mi Padre. El amor del que habla Jesús no es el de las palabras y las arengas, es un amor que se nota, que se vive, que se demuestra. El amor lo dicen los actos. El amor es una actitud de vida: permanecer en el amor es una decisión.

El amor al que Jesús llama es uno que modifica las dialécticas de amo y esclavo por relaciones humanas, cálidas, cercanas. Por relaciones de verdad, por eso dice: a ustedes los llamo amigos y los trato como mis amigos. Esos son los cristianos los amados amantes. Los que se han sentido amados y por eso en la necesidad de amar sin reservas, con pasión, hasta el extremo, dando la vida siempre y en todo: permaneciendo en el amor.

Jesús sostiene que nos ha destinado para que vayamos a dar fruto, nos ha pensado y nos ha querido fructíferos, fecundos, generosos, con una fecundidad que brota espontanea de permanecer en su amor. Tal vez, un fruto del amor es, simplemente, dejarse amar, dejarse hacer.

Frente a esta página de Juan, me detengo, contemplo y me pregunto: ¿qué significa para mí permanecer?, ¿qué me hace huir, abandonar, escapar?, ¿qué me hace sentir que el Señor me llame su amigo?, ¿cómo me llama el Señor a fructificar?