Nos está llamando el Señor
Uno de los temas centrales en el lenguaje del evangelio es «el llamado» o «la vocación». El argumento de fondo es que Dios es quien tiene la iniciativa siempre primera, de todo a todo. Él llamó a la creación entera y a la vida y estas brotaron como una respuesta de espectacular admiración. Entonces, toda creatura existe por referencia explícita a la voz del Señor que le regaló el ser: «Dijo Dios, hágase… y se hizo…» (Cf. Gn 1).
¡Qué extraordinario suceso y qué maravilla es contemplar que de la nada Dios crea la realidad, o la llama a ser! Por tanto, toda vida, y la nuestra, es una respuesta a ese primer llamado. Aquí me detengo y considero si mi vida la experimento como un llamado amoroso de Dios a existir. Si es así, ¿vislumbro que antes de venir a la existencia, Dios ya me había pensado y amado? ¿Qué me hace sentir esta obra de Dios?
El Señor Jesús en el evangelio confirma esto. Cuando Él llama remite a esta primera experiencia existencial de venir a la vida. Y también agrega los elementos de personalización directa. Por tanto, el que es llamado sale de un anonimato estéril. Es «sacado», así como lo entendió Amós, «de detrás del rebaño», a ser profeta y enviado del Señor. ¡Es que el Señor es así! Te saca de ciertas categorías y realidades que a tu juicio están «bien», para regalarte un nuevo horizonte lleno de significados más hondos de realización.
De este modo, cuando Jesús pronuncia nuestro nombre es para ir con Él y, por lo tanto, a vivirse desde una nueva realidad. Nos llama a ser sus cercanos, hermanos de Él, e hijos del Padre Dios a quien Él tanto ama. ¡Qué nueva y grande categoría nos regala: ser hijos de Dios por elección personal! ¡Qué punto de inflexión tan bueno en nuestra vida! Aquí me detengo otro poco y me pregunto ¿Qué hubiera pasado si el Señor no me hubiera llamado a ser su hijo? ¿En dónde estaría ahora si el evangelio no hubiera tocado mi vida, por medio de mis padres, familiares o amigos? ¿Cuál sería mi realidad al margen de este llamado?
Si el primer llamado es a la vida; el segundo, con Jesús, a ser hijos de Dios; el tercero es a ser sus enviados o apóstoles. Él llama, según las varias opciones de vida, a transmitir su mensaje que salva a todos. Su estilo de vida que promueve la verdad, el amor, la justicia, la libertad, y el bien que no deja a nadie fuera, es de total redención. Y el primero que lo experimenta es el propio discípulo, que lo revive al compartirlo con otros. ¡Es muy liberador seguir al Señor!
Hoy revivimos esas llamadas por parte del Señor. Y alguno puede preguntarse: ¿Qué necesito para tener acceso a ese «apostolado» o envío? ¿Qué requisitos, cualidades o preparación exige? La indicación de Jesús es clara: la confianza siempre vinculante con Dios. Y esta se aprende también en el camino.
Jesús la deja señalada cuando insiste en la pobreza o el no estar agarrado a nada más que al Señor, ni siquiera a sí mismo. Esta pobreza es de todo a todo, porque al enviado, en su personalidad, no se le exigen superpoderes o súper cualidades, sino abandonarse en el Señor. También porque al evangelio no le detiene lo material, ni lo condiciona, sino que siempre confía en la fuerza de la Palabra y en la acción secreta y segura del Espíritu en cada corazón. Los éxitos de esta misión no dependen del enviado, sino del Señor.
Entonces, más que un empeño por apropiarse de cosas, modos, esquemas, rutas, seguridades y demás, se trata de un desapoderarse de todo lo concebido como propio para darle paso al Señor. De hecho, todo profeta, enviado y mensajero del Señor es alguien cuyo objetivo primordial será transparentar a Dios con su vida y actuar, y ahí encontrará, paradójicamente, su realización.
Escucho esta dinámica del llamado y me pregunto ¿Dónde me ubico yo? ¿Qué se despierta en mi corazón? Miro de frente al Señor Jesús y escucho que hoy me llama a estar con Él, a ser de Él… ¿Qué provoca en mí su llamada? ¿A qué realmente me está llamando hoy?Hablo de esto con el Señor.
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