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Foto del escritorPbro. Artemio

¡No nos dejes de guiar, Señor!


Es necesario acercarnos a este fragmento del evangelio (Mt 23, 1-12) recordando el fundamento que puso el mismo señor Jesús al tema de la ley, un capítulo atrás: «Amar al Señor con todo nuestro ser», es decir, ponerlo en el centro de nuestra vida y obrar con esa reverencia propia del corazón; y «amar al prójimo como a uno mismo», que significa respetar la vida de las personas de todo a todo y a nosotros mismos.

Así, con ese marco de referencia, podemos mirar con más claridad la dirección en la que mira el Señor y lo alejado que están del camino los jefes de la religión de aquél entonces.

El Hijo de Dios les recrimina tres cosas: que la vivencia de la religión no es una carga insoportable para nadie; que tampoco se vive desde una ridícula mueca de ostentación «santa» o vanagloria; y que no se reduce a un legalismo asfixiante de premios y castigos.

¡Qué fácil es desvirtuar el proyecto del Reino de Dios cuando nos centramos en nosotros mismos! Hacemos de la comodidad de la observancia externa de los ritos una falsa creencia de fe. Y es curioso que hoy en día existe la tendencia nuevamente hacia el sacramentalismo y a las mantillas, exagerando los inciensos, los ornamentos y los cirios barrocos. Nada más alejado de un corazón sencillo que busca amar como hijo y como hermano a Dios y a los demás.

Vivir una religión desde el legalismo farisaico y sin espíritu, se vuelve un caldo de cultivo para el ateísmo práctico y para la desesperanza de muchos que nos ven incongruentes y falsos en el actuar. Una cosa es reconocer nuestra humanidad que, aunque tiene pies de barro, pero que se esfuerza en amar y mejorar, y otra cosa muy distinta es sentirnos perfectos y santos y con ellos falsear una imagen que afea el tesoro de fe que nos dejó el Señor.

Los sacramentos y la vida de fe son para vivirse en Espíritu y en Verdad. Mirando siempre en la dirección en la que mira el Señor. Sin ponernos nosotros en el centro de ese modo egoico, insano, que separa y condena. Sino recuperando la identidad que Dios nos dio: hijos de un mismo Padre y hermanos entre nosotros. Si nos ubicamos desde este plano, habremos conseguido más movimientos de fe y de vida que portando una ostentosa sotana, una vistosa mantilla o un ritualismo que raya en la chocancia de una reverencia falsa.

Hoy podemos pedirle al Señor que nos ayude a buscar más la pureza del corazón en la vivencia de nuestra fe y de nuestro discipulado y que nos aparte de la tentación del fariseísmo ritualista, pesado y estéril que a veces se vuelca sobre los demás. Que no nos deje de guiar con su Espíritu porque nos perdemos con facilidad.

Medito de nuevo el evangelio y me pregunto ¿a qué me invita el Señor? ¿Qué quiere que mire? ¿En qué dirección andan mis pasos? ¿Qué identidad quiere que recupere? ¿Cómo quiere que viva mi discipulado y camino de fe?

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