Nightmare Alley: un monstruo perfectamente delineado
A prácticamente un mes de los premios de la Academia, los títulos, escenarios y actores implicados comienzan a dilucidarse en nuestras redes sociales. Opiniones a favor y en contra, comparaciones entre lo que ha sido y lo que se espera, ensalzamientos y lapidaciones van de allá para acá. Sin dudarlo esta dinámica nos toca a todos y despierta la curiosidad de ver aquello de lo que se está hablando.
Guillermo del Toro vuelve nuevamente a estar en boga con la cinta El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley en su original inglés); dicho filme se encuentra oficialmente nominado como mejor película y muchos fans reprochan el que del Toro no se encuentre igualmente nominado como mejor director. La cinta está basada en la novela homónima de William Lindsay Gresham escrita en 1946. Gresham busca en esta novela plasmar la vida de los carnavales (circos) que conoció en su infancia, y es del Toro quien lo lleva al cine.
El director nos ha acostumbrado a que sus películas estén marcadas por las apariciones de monstruos: aquellos seres fantásticos que, sin embargo, son reales. Basta recordar El Laberinto del Fauno, Titanes del Pacífico y la multipremiada Forma del Agua; sin embargo, en esta cinta no hay nada de aquellas formas. El monstruo es aquel hombre que bajo los estragos del opio y el alcohol se ha deshumanizado hasta llegar a decapitar con una mordida a una gallina por 25 centavos de dólar.
Stan, el personaje principal, será lo primero que vea al llegar al carnaval y le impactará tanto que buscará la respuesta de cómo se monstruoriza una persona. Huyendo de un pasado con recuerdos de una casa en llamas, Stan se integrará al circo aprendiendo de un anciano los trucos de la adivinación telepática, advertido desde un inicio por su mentor de creer sus propias mentiras y de sentirse poderoso.
En el transcurso de la película Stan se ve catapultado a la fama, exitoso y adinerado, pero con una personalidad hueca y ambiciosa, difícil de saciar y siempre rígida cruzará los límites de su arte haciendo sesiones espiritistas para magnates que buscan tranquilizar su consciencia. Asociado en esta tarea con una terapeuta inmoral Stan irá descubriendo los traumas de su infancia, las heridas que siguen abiertas y sangrantes pero que se niega a atender. Emboscado cada vez más en sus propios artificios inevitablemente tendrá que aceptar sus consecuencias, la monstruosidad de ellas.
Porque como dice Joyce Kauffman: El monstruo implica una animadversión del yo a ese otro que, de forma paradójica, evoca familiaridad. Un ente políticamente contestatario, de identidad ambigua, discursivamente fascinante y perturbadora que siembra incertidumbres, borra certezas, cataliza ansiedades y desafía la razón, iluminando realidades que no son lo que aparentan.
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