MARÍA TAMBIÉN ES MI MADRE
Esta vez la festividad litúrgica de santa María, Madre de Dios, ha tocado en domingo. Es una bella sincronía celebrativa que redunda en gracia y continúa dándonos significados y significantes que enriquecen nuestra contemplación de la Encarnación del Hijo de Dios. El título de «Madre» es el que mejor describe a aquella humilde joven que lo asumió con toda generosidad, pero que, sin lugar a duda, lo tuvo que ir asimilando poco a poco y aprendiendo paso a paso. Ser la «Madre de Dios» no se consigue de la noche a la mañana. Es un encargo donde confluyen las dos realidades: la de Dios y la de lo meramente humano. María es Madre de Dios porque Cristo es verdadero Dios y, ella, quien dio a luz, según la carne, al Verbo de Dios, entonces es la merecedora de tan grande título y honor. Pero llama la atención que Jesús nos la ofrece en un momento bastante crucial. Lo hace en el calvario, al pie de la Cruz, a través de la persona de Juan: «Madre, ahí está tu hijo; hijo, ahí está tu Madre» (Jn 19, 26-27). Fue en el momento antes de partir, no antes, sino en el preciso momento de la cruz. ¿Por qué esperarse hasta entonces? Algunos afirman que es justo ahí, donde el amor de María como madre, llegó a su plenitud y se convirtió en amor eterno que incluso puede representar al amor que vive en todas las madres. María, al pie de la cruz, es posible que no comprendiera todo lo que estaba pasando: podría considerar ¿por qué su Hijo, el Hijo de Dios, estaba en el suplicio de los criminales y maleantes? Tal vez no lo entendía completamente, pero lo que sí hizo fue el demostrar que ella le estaba amando totalmente: estaba «de pie, junto a la cruz», ahí, también, junto, muy de cerca, desde el corazón, dándolo todo por amor. Acompañó a su Hijo, asumiendo toda consecuencia que esto implicaba. Siguiendo, amando, e implicándose fielmente en la realidad que le tocaba asumir. María, la madre de Dios, ya había hecho suyo el don de la maternidad desde la concepción de Dios, es decir, desde lo meramente espiritual. Por eso es llamada «la llena de gracia». Y al mismo tiempo, esa intervención espiritual la fue asumiendo poco a poco con toda su humanidad. Por eso, en el momento redentor de la cruz, se percibe que en ella se consolidó también aquel acto encarnatorio que lo asumía con toda su vida y corazón. Y justo ahí es cuando el Señor la abre al don de la maternidad de todos aquellos, los necesitados de ese grande amor. Con ello no nos deja desprotegidos ni solos a ninguno. A María le acompañan sus nuevos hijos y a los hijos les fecunda un nuevo amor de madre. Al contemplarla hoy, nos hace mirar también hacia nosotros mismos. Es decir, nos interpela con su amor para poder emprender el camino de saber ser hijos de Dios e hijos de María. Ser hijo también se aprende en la experiencia. No se nace sabiendo. Se construye paso a paso, en el diario caminar.
Contemplo la escena y me pregunto: ¿Qué se mueve dentro de mi corazón? ¿A qué me siento invitado? ¿Qué me nace decirle a María? ¿Qué me nace agradecerle al Señor? Termino rezando un Ave María
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