Las bienaventuranzas: Ir en sentido contrario a los criterios del mundo
La predicación de Cristo rebosa por doquier de contradicciones humanas. Y para muestra, tenemos el texto evangélico de las bienaventuranzas (Lc. 6,20-26). Jesús llama bienaventurados a los pobres, a los hambrientos, a los que lloran y a los que son odiados, insultados y proscritos a causa de Su nombre. San Mateo completa la lista que nos da san Lucas añadiendo cinco más: bienaventurados los mansos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos y los que padecen persecución por la justicia. Lucas sólo nos transmite cuatro bienaventuranzas, pero las contrapone con cuatro amenazas: ¡Ay de los ricos, de los que están hartos, de los que ahora ríen y de aquellos que son alabados por todos!
¡Definitivamente, Jesús es desconcertante y su mensaje totalmente opuesto a los criterios del mundo! Va contra corriente. La gente y tal vez nosotros estamos incluidos en esta gente que piensa que los hombres verdaderamente felices y dichosos son los ricos, los poderosos, los importantes, los grandes, los que parece que tienen todo y gozan de los placeres del mundo, los que ríen, los fuertes y prepotentes, los que logran imponer a los demás la ley de su propio capricho. Pero Jesús se pone de la parte opuesta, del lado de los pobres, de los débiles, de los marginados y perseguidos ¡Cristo está loco o es un revolucionario!
Y, sin embargo, la experiencia de la vida da razón a las enseñanzas de Jesús. Los pobres son los hombres auténticamente felices y dichosos. Pero cuando el Señor habla de los pobres no se refiere sólo a los que no tienen nada, materialmente hablando; a los que carecen de toda cosa terrena; ni son dichosos por el simple hecho de carecer. San Mateo añade una frase muy importante que nos ayuda para interpretar correctamente el pensamiento de nuestro Señor: bienaventurados los pobres de espíritu. Aquí está la clave. Un pobre de espíritu es aquel que confía ciegamente en el amor y en el poder de Dios, y que se abandona como un hijo pequeño en los brazos de su Padre, con la certeza de que todo lo recibirá de su Providencia amorosa.
Por supuesto que esto no lo lleva a la holgazanería, sino a la verdadera paz del corazón. Puesto que tiene toda su confianza puesta en Dios, sabe que Él, como Padre bueno y cariñoso, todo lo dispondrá para su mayor bien, incluso aquello que podría parecer, humanamente, menos bueno. Como dice san Pablo, “Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rom 8, 28). Sí, incluso los sufrimientos, los dolores, las penalidades y tribulaciones de esta vida. Él sabe mucho mejor lo que nos conviene, aunque nosotros no lo veamos ni lo entendamos.
La verdadera pobreza evangélica es la del hombre que desapega su espíritu de todas las cosas que tiene, remite a Dios toda preocupación por las cosas tempora
les y vive en este mundo como peregrino en camino hacia la posesión eterna de Dios. La pobreza así entendida mantiene el alma abierta a Dios, en actitud de total expectativa, pues todo lo espera de Él; crea un clima espiritual propicio a la docilidad interior, a la oración y a la unión con Dios, porque enseña al hombre a vivir en continua dependencia del Creador.
La riqueza, en cambio, se puede convertir en cerrazón a Dios, porque, con el apego a tantas cosas superficiales, el corazón termina por llenarse de tierra y se ciega ante lo trascendente; la abundancia de cosas materiales puede ser, además, una tentación insidiosa para poner la propia seguridad en los medios humanos o económicos, que conduce a la autosuficiencia, a la presunción farisaica y a la búsqueda de una satisfacción meramente personal y egoísta.
La pobreza evangélica, por su parte, engendra la justicia y la misericordia, alimenta la esperanza, educa a la paz, al diálogo, al servicio del prójimo, aumenta el amor y dona serenidad y alegría espiritual. Éste es el punto de arranque de las demás bienaventuranzas, porque quien vive esta pobreza sustancial es humilde, tiene fe y confianza en Dios, sabe amar con auténtica caridad a Dios y a sus semejantes. Ojalá que también nosotros seamos secuaces de este gran revolucionario del amor, que es Jesús de Nazaret. ¡Ésta es una revolución transformante, la locura que cambiará el mundo!.
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