La tentación de hacer chozas
Después de acompañar a Jesús al sofocante calor del desierto y a la terrible hambre y sed de la que se valió el enemigo para tentarlo, ahora nos lleva a una verde montaña, fresca, llena de sombra, con la humedad en nuestros pies y el aire en la cara. Hoy nos invita a subir a la montaña de la transfiguración.
Jesús acaba de vencer la tentación de Pedro de no correr la suerte de la Cruz. En el monte, se escucha la voz del Padre que lo llama Hijo amado, Hijo de complacencia. Esta experiencia de saberse amado es la que continuamente nos transforma, cambia nuestras desfiguraciones para figurarnos con el Hijo. Sabernos amados por el Padre lleva que, hasta las vestiduras, se conviertan tan blancas como la nieve. Así de profundo, evidente y radiante es el amor del Padre.
De nuevo aparece una tentación más. La tentación de quedarse ahí, cómodos, absortos en el misterio, dejando la vida que siga. Esta es, una vez más, otra expresión de la misma tentación de Pedro, abandonar la cruz, quedarse ahí. Es la esclerosis del compromiso, la postración ante la vida y los retos que esta ofrece. Construir chozas es la tentación del inmovilismo. Es la matanza de los sueños.
Con profunda ternura el Señor les dice a sus timoratos discípulos que no teman. Es necesario bajar de la montaña. Hay que dejarla ahí, agradecer la consolación y continuar, con renovado compromiso, la vida. Tras el deseo de quedarse y construir una choza está el miedo a la vida, a lo novedoso, a lo desconocido. Es el rechazo de toda responsabilidad.
Señor, gracias porque siempre nos muestras la ruta. Porque nos ayudas a vencer las tentaciones que se revisten de bondad y misticismo. Gracias porque nos tomas de la mano, y nos ayudas a superar nuestros miedos. Gracias porque nos insistes que no conviene construir chozas. Gracias porque contigo escuchamos la voz del Padre que nos dice que nos ama y es eso, lo que continuamente nos transfigura.
Diálogo con el Señor de lo que suscita en mí esta escena en su vida.
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