La raíz del mal y el principio del cambio
Nuestro bautismo es un bautismo de penitencia y lo primero que aprendemos es que el mundo y la sociedad tal como los conocemos, no representan de ninguna manera ni el aspecto de Dios sobre el mundo, ni la voluntad de Dios. El mundo en que vivimos lo único que representa para bien o para mal es lo que nosotros, los hombres, hemos hecho con él. Que todo ese dolor y ese sufrimiento son producto del pecado del hombre, y que en la raíz de todo el mal que nos aflige está precisamente el pecado.
Cualquier mal que queramos curar, sin llegar al fondo mismo, a la raíz misma del mal que es el pecado del hombre, no se está curando. Por eso las soluciones políticas e ideológicas que proponen los filósofos o que proponen los hombres de buena voluntad de nuestro tiempo, no resuelven nada porque no ven la raíz del mal que es el pecado del hombre, el pecado del mundo. Jesús inicia su vida pública precisamente yendo a esa raíz del mal y se presenta en el mundo como la esperanza y la alternativa, esto es, ofreciendo a los hombres con su testimonio y con su vida, posibilidades concretas y reales de que las cosas cambien a partir de una conversión personal.
Dios perdona los pecados a los hombres en la medida de su arrepentimiento y de un verdadero y sincero propósito de cambiar. Dios en su proyecto de hombre y de humanidad, ni siquiera había previsto la muerte. El pecado es la raíz del mal de todo sufrimiento, de toda angustia en el mundo y la conversión es el principio de todo cambio.
Esa conversión personal y sincera en cada uno de nosotros es lo primero que Dios nos pide: «Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca». Precisamente porque Dios no quiere que el mundo esté como está, nos manda a su Hijo. No olvidemos que lo que te hace sufrir a ti es lo que llevó a Cristo a la cruz. Que el mal y el sufrimiento no son cosas de Dios, porque todo lo que te hace sufrir a ti es lo que llevó a Cristo al Calvario.
Cristo nos viene a ofrecer su alternativa, la presencia del amor de Dios, la grandeza de nuestros ideales, la fuerza de nuestra esperanza, la energía de su vida, que es la misma vida que corre por nuestras venas espirituales, la potencia que Dios ha puesto en la fe de un hombre para que en vez de dejarse derrotar por el mal, lo transforme a partir de una conversión sincera y profunda.
La invitación es a ser, entonces, nosotros esa presencia actual de Cristo, uniendo nuestros esfuerzos a los de los hombres de paz, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los que sufren y luchan por la verdad, buscando las buenas venturas de Dios y no las de la materia, del comer, del beber, o la de transportarnos en vehículos más o menos ruidosos; creyendo que por eso somos alguien. Nosotros vamos a buscar en Cristo y en el camino Él nos marca un verdadero sentido a nuestra existencia; vamos a comprender cómo esa presencia de Cristo en el mundo es la presencia de nosotros sus hijos, de nosotros los creyentes, de nosotros los que descartando el escepticismo y el cinismo de nuestro tiempo, tratamos de hacer algo sacando juventud y esperanza del fondo de nuestro ser.
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