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Foto del escritorPbro. Artemio

La hipocresía de una religión

Actualizado: 30 ago 2021



¿De qué le servía a los fariseos comer con las manos limpias y lavar tanto los vasos, las jarras y las ollas si lo que estaba contaminado era su corazón? Este es el punto de choque y de divergencia entre Jesús y este grupo de judíos ortodoxos. Ya que ellos consideraban que ese tipo de normas o reglas eran la esencia de la religión. El error de este legalismo consiste en creer que se es una «buena persona» si se cumple con las prácticas correctas independientemente de cómo sean su corazón, sus pensamientos y sus actos fuera de los ceremoniales.


Queda claro, en dicha confrontación, que para Jesús lo más importante es lo que se mueve dentro del corazón y el efecto de este movimiento en el exterior, cuando se materializa en obras y acciones puntuales que brotan de dicha fuente. Jesús considera que todo rito celebrado, carente de Espíritu, de corazón y de movimiento interior queda estéril. Por tanto, la fe para Jesús implica una transformación total de la persona.


Es interesante observar que los judíos legalistas del tiempo de Jesús podían odiar a sus semejantes con todo su corazón, podían estar llenos de envidia y de celos, de amargura y de rencor y de orgullo ocultos; pero eso no tenía importancia siempre que realizaran los lavatorios correctos y observaran las leyes precisas acerca de la limpieza y la impureza. De ahí que el legalismo tenga en cuenta solo las acciones externas de una persona, pero no sus sentimientos interiores. Se puede estar sirviendo meticulosamente a Dios en cosas externas, y sin embargo desobedeciéndole en las internas. Eso es la hipocresía.


Por eso Jesús les llama a los fariseos «hipócritas» y les muestra abiertamente que su vida religiosa (y quizás entera) es una pura farsa sin ninguna sinceridad personal. Desde Jesús, la vida de fe siempre está anclada en la Verdad, aunque esta sea difícil de asimilar o aceptar. Nunca la fe se afianza en el sofisma y la apariencia. De hecho, Él es la Verdad encarnada que viene a desenmascarar nuestras mentiras, incluso hasta de los ámbitos más religiosos o arropados de «supuesta santidad».


De este modo, si lo aplicamos a nosotros, cualquiera para quien la religión es una cuestión legal; cualquiera para quien la religión quiere decir cumplir determinadas leyes y normas externas; cualquiera para quien la religión depende exclusivamente del cumplimiento de ciertos ritos y de mantener cierto número de ceremonias, a fin de cuentas está abocado a ser, en ese sentido, un hipócrita.


No hay error más corriente en religión que el de identificar la bondad con determinados actos que se consideran religiosos. El ir a la Iglesia, leer la biblia, ofrendar regularmente en las colectas, hasta la oración regular (que de hecho todo esto es bueno y santo en sí mismo) no hace que nadie sea una buena persona. La cuestión fundamental es cómo está el corazón de la persona en relación con Dios y con sus semejantes. Y si tiene enemistad, amargura, resentimiento, orgullo, todas las observancias religiosas externas del mundo no le convierten nada más que en un farsante, en un hipócrita.


La gracia y santidad de un rito, de la oración, del culto a Dios, sin un corazón dispuesto y responsivo cuya eficacia se demuestra en obras y en una trasformación de mejoría constatable, se queda como una semilla cuyo potencial está contenido dentro de sí misma, pero que siempre va a necesitar una tierra buena, para su gestación, desarrollo y producción.


Leo el texto nuevamente y me pregunto: ¿Cómo me descubro yo ante esta propuesta de vida de fe auténtica de Jesús? ¿Cómo vivo los ritos y normas de nuestra fe? ¿Cómo celebro los sacramentos? ¿Mi fe y mi vida cotidiana van de la mano? ¿En qué lo noto? ¿Qué lo dificulta? ¿A qué me invita el Señor?

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