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Foto del escritorPbro. Artemio

La familia disfuncional y la familia de Nazareth





Hace poco se escuchó una reflexión en la radio en torno a las familias que llamó sobremanera nuestra atención. Una prestigiosa periodista citaba lo siguiente: «Hay dos tipos de familias, una que es la familia disfuncional y la otra que no sabe que lo es» (se ofrece aquí una disculpa por no citar al autor, ya que todo esto se iba escuchando de camino). Una frase muy interesante, que se puede muy bien interiorizar para sacar provecho.


De entrada puede asustar. Sin embargo, siguiendo el programa de radio, nos fuimos percatando de la sinceridad de la expresión. En el sentido en que toda familia, que se conforma por seres humanos, vive momentos de roces, crisis, atropellos y precariedad. Toda familia, en mayor o menor grado, ha vivido un caso de estos, al menos en una discusión por intercambio de pareceres. Podemos decir que es de lo más natural.


La definición de familia disfuncional alude a «un tipo de familia» que no puede cubrir alguna de las necesidades materiales, educativas, afectivas o psicológicas de sus miembros, en especial de los niños. Si esto se aplica a nuestras familias, observaremos faltantes por donde quiera. De hecho la familia perfecta no existe. No la hay.


Cuando la liturgia universal de la Iglesia propone celebrar hoy a la Sagrada Familia de Nazareth, no está abonando a un idealismo de familia. Quiere que veamos una escena especial de intercambio de pareceres entre los miembros natos de dicha construcción familiar. Más aún, quiere que nos orientemos desde el Hijo, ya que es quien pone el acento en lo esencial en toda familia, incluso por muy disfuncional que esta parezca: «estar en las cosas de mi Padre».


¿Qué significa esto? Conducir la humanidad, en todos su conflictos que se muestran desde el entorno familiar, a un punto de referencia básico: el Amor del Padre por toda la humanidad. Un Padre que sabe serlo y que ama con afecto puro e incondicional. Y lo expresa precisamente el Hijo, quien se sabe amado y, por ende, sabe responder también amando a los demás. Hasta dar su vida por ello.


Un invitado más que surge del amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre: el Espíritu de Amor, que es el Espíritu de Dios. En fin, cuando Jesús invita a José y a María a abrirse (aún más) a «las cosas de su Padre» está invitando a toda familia, que quiera ser de Dios, a abrirse a la familia divina que quiere mostrar todo su amor y gracia a quienes se unan con ese lazo de sangre y vida. Darle plenitud con el amor a nuestra precariedad.


Entonces, cuando se mira a la Familia de Nazareth no se trata de fijarse solamente en unos santos modelos. Jamás seremos otros que no somos. Sino descubrir que el camino no es el de un ideal forzado donde quedamos bastante lejos de ello. Es decir, que no se busca construir una familia perfecta, sino dejarnos mover, como la Sagrada Familia de Nazareth a vivir las cosas del Padre-Hijo-Espíritu Santo en medio de nosotros, para construirnos mejor, para movernos desde el amor incondicional de Dios.


Repaso el evangelio de Lucas 2, 41-52 y medito: ¿Qué me sugiere esta escena de la Familia de Nazareth? ¿A qué me invita? ¿Qué descubro? ¿Qué pistas me da para construir mejor mi familia? ¿Qué compromiso puedo asumir hoy?


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