La demostración del amor de Dios.
El evangelio de este domingo es esa página fundamental de la Sagrada Escritura que conviene tener siempre a la mano. Hay lugares en los que impera una idea muy extraña de Dios, que se manifiesta en cantos, formas y acciones bastante raras y lejanas al evangelio, como aquel espantoso canto que, desgarrador suplica: “no estés eternamente enojado”, oraciones en las que se implora al Señor calmar su ira, actos pseudo-piadosos que brotan del pánico hacia Dios…
Dios ama a la humanidad porque ésta ha salido de sus manos. Cómo podría aborrecer lo que Él mismo ha creado y desde el principio ha visto que es bueno. El amor de Dios es tan grande que no se ha guardado nada para sí. Ni a su propio Hijo se ha querido reservar, ha dado todo con tal que el hombre disfrute de su vida y la tenga en plenitud. Todo lo que Él hace lo hace movido siempre y únicamente por su espléndido amor, por su amor derrochador.
“Dios no envió a su hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él”, Dios no aparece, entonces, como un juez vengativo y ávido de desquite con nadie, por el contrario, lo que quiere es la salvación de todos. Pero esta salvación querida por Dios incluye el que también cada uno decida querer lo que Dios nos ofrece: la salvación.
Me detengo ante los dos versículos del evangelio de hoy (cfr. Jn 3,16-18). Imagino a la Trinidad mirando al mundo y decidiendo la salvación. Siento el amor grandísimo que Dios me tiene, ¿cómo lo experimento?, ¿dónde lo noto?, ¿qué suscita en mí?, miro a los demás y pienso en el amor que Dios les tiene a todos. Pido perdón por las veces en las que he condenado a alguien.
Señor, gracias por tu amor trinitario, gracias por que nos amas con ternura, transforma mi vida en el amor.
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