¡Jesús ha vencido la muerte por mí!
La Resurrección del Señor es un acontecimiento sin precedentes en la historia de la humanidad. Es la prueba más grande de amor por parte de Dios para con nosotros, lo que da sentido pleno a la vida de fe y que llena el corazón de una inmensa alegría, porque a través de ella Dios nos comparte de su vida divina y restaura en nosotros lo que está muerto a causa del pecado y del mal.
Existen dos tradiciones que constatan la Resurrección de Jesús: el sepulcro vacío y las apariciones. En este texto que nos presenta el evangelista San Juan, podemos ver el elemento del sepulcro vacío y, al mismo tiempo, podemos cotejar las maneras de asumir la muerte del Señor por parte de sus discípulos.
Por un lado, está María Magdalena que acude al sepulcro con una idea falsa sobre la muerte, cree que la muerte ha vencido y busca a Jesús como un cadáver. Su reacción, al ver la piedra movida, es de alarma y va rápido a comunicar a Pedro y al discípulo a quien Jesús amaba, sobre la desaparición del cuerpo del Señor, sin considerar la posibilidad aún de la Resurrección del Hijo de Dios.
Ante esta noticia los dos discípulos van de prisa al sepulcro, quieren ser testigos de lo ocurrido. Juan, que llega primero, respeta la autoridad de Pedro, mismo que no concibe aún la muerte de su Maestro como muestra de amor y fuente de vida; todavía no le dicen nada los lienzos puestos en el suelo, que significan que el Señor se ha «desatado» de los lazos de la muerte, ¡la ha vencido!; a diferencia de Lázaro que tiene que ser «desatado» para poder caminar.
Los dos apóstoles habían corrido, pero sin claridad de lo que encontrarían en el sepulcro, ellos estaban en la obscuridad. Cuando partieron, ni Pedro, ni el discípulo a quien amaba Jesús habían entendido que lo que les había anunciado su Maestro, sobre su pasión y muerte a manos de los judíos, no terminaría allí, sino que resucitaría y que ellos empezarían a constatarlo, primero, ante la evidencia de la tumba vacía. Sin embargo, una vez que Juan ve el sepulcro vacío, creyó y entendió que la muerte física no pudo interrumpir la vida de Jesús, cuyo amor hasta el final seguía manifestado la fuerza y la gloria de Dios. Es a través de la cruz, donde la luz del Resucitado es capaz de iluminar la existencia humana, darle un sentido profundo y pleno y de redimirla.
El papa Benedicto XVI, al respecto, explicó que el amor es siempre un hecho de muerte: en el matrimonio, en la familia, en la vida común de cada día. Porque comenta que el poder del egoísmo es una huida del misterio de la muerte, que se halla en el amor. El amor siempre nos va a llevar a morir a nuestros egoísmos. Pero, al mismo tiempo, advertimos que sólo esa muerte que está en el amor hace fructificar; el egoísmo, que trata de evitar esa muerte es el que precisamente empobrece y vacía a los hombres. Solamente el grano de trigo que muere fructifica.
El egoísmo destruye el mundo; él es la verdadera puerta de entrada de la muerte, su poderoso estímulo. En cambio, el Crucificado es la puerta de la vida. Él es el más fuerte que ata al que se consideraba el más poderoso enemigo. La muerte, el poder más fuerte del mundo, es, sin embargo, el penúltimo poder, porque en el Hijo de Dios el amor se ha mostrado como más fuerte.
La victoria radica en el Hijo y cuanto más vivamos como Él, tanto más penetrará en este mundo la imagen de aquel poder que cura y salva y que, a través de la muerte, desemboca en la victoria final: el amor crucificado de Jesucristo.
Me pregunto delante de Dios ¿Qué sentido tiene en mi vida hoy la Resurrección de Jesús? ¿Me dejo iluminar y transformar por la luz del Resucitado? ¿De qué me tiene que Resucitar el Señor? Le pedimos a Dios su gracia para que siga transformando y resucitando nuestra realidad.
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