Es mi hijo muy amado
La experiencia que hoy narra el evangelio es conocida como la Transfiguración. Es un concepto que quiso definir el modo como el Señor Jesús manifiesta su divinidad a los discípulos que hasta entonces había estado un tanto escondida o velada y que, llegado este momento, el Padre de Jesús y Padre Nuestro, quiso que se diera a conocer para los fines del proyecto mismo del Reino.
Es una experiencia única y envolvente, atractiva, a tal grado que Pedro se deja llevar tanto por todo ese consuelo recibido que se adhiere sin más y expresa su deseo de quedarse ahí, de vivir en esa choza que vislumbra como posibilidad. ¡Qué momento tan significativo y hondo y cómo la divinidad asomada produce tanto bien en la persona que la vive!
Pero esta experiencia que, aunque se asoma única y sin parangón, apunta en una sola dirección y tal vez hacia su punto opuesto: la desfiguración. Sí, la próxima desfiguración del Hijo muy amado del Padre clavado en una cruz. Por eso no es nada raro que las dos lecturas anteriores al evangelio de hoy preparen el terreno para ello: Por un lado aparece «Toma a tu hijo único y ofrécemelo en sacrificio» y por otro, en la segunda lectura se afirma que el Padre es «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte». Tal vez el hilo conductor o la clave de lectura de todo esto sea el hondo significado que la palabra «Hijo» le mueve en el corazón a ese Padre Bueno.
Estando así las cosas, la Transfiguración tiene un punto central, y es precisamente lo que dice el Padre: «Este es mi Hijo muy amado, escúchenlo». Es una expresión de amor y de respaldo total a la obra del Hijo. El padre le avala y le sostiene. Se vuelve el único fundamento de todo lo demás, de lo que va a suceder en adelante. El Hijo se deja llevar también por el consuelo de ese Padre Bueno que le confirma, le ama y le sostiene. Él guarda esa experiencia en su corazón y así camina confiado y seguro en medio de toda adversidad, incluso en el camino más terrible como lo es el de la desfiguración en la cruz, donde las mismas referencias bíblicas expresan al respecto que: «no tenía rostro humano».
Ciertamente que el sufrimiento es un misterio insondable, pero también lo es, y en grado mayor, el misterio del verdadero amor. Solo una experiencia de grande amor, vivida, ofrecida, palpable, envolvente, restauradora, resucitadora, pudo haberle dado respuesta a ese otro campo que vive la humanidad como lo es el sufrimiento y la desfiguración. Jesús se fundamentó en el amor del Padre y con ello nos dio amor y salvación a toda la humanidad. El amor del Padre no le dejó tirado, al contrario, le rescata y le hace dar el salto de plenitud dando un grito más fuerte, y a la vez callado, de resurrección. Permite a su Hijo caminar por esos senderos desfigurados porque entiende que también es Padre de los otros hijos a quienes contempla. Permite que su Hijo único, fundamentado en ese gran misterio de amor, dé luz y nueva figura a lo que ya no la tenía. Y concede un camino de fundamento en su amor para todos los demás.
Leo de nuevo el evangelio y medito: ¿Qué efecto se produce en mí cuando leo: «este es mi Hijo muy amado, escúchenlo»? ¿Qué me hace reflexionar? ¿Cuáles significados nuevos me aparecen? ¿Qué le avisa este momento de luz y transfiguración a mis momentos de sufrimiento y dolor? ¿Cómo experimento yo eso de «estar fundamentado en el Padre»? ¿Qué me nace decirle al Señor de todo ello?
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