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H. Javier, eremita

Elogio de lo ordinario


Nos hemos intentado convencer que debemos reducir la presencia de Dios al ámbito del culto, de las cuatro paredes de un edificio. Nada hay más contrario a la vida espiritual que, pretender encerrar en un sistema, una estructura, lo que está más allá de nuestra comprensión. Nos asusta no tener control sobre lo no humano, lo divino. El exceso de ego asalta nuestra pobre eficacia sobre lo que escapa de las manos. En todas las culturas, el fenómeno religioso apunta a alcanzar la cúspide de la experiencia espiritual. Pero por mucho esfuerzo humano, lo divino, el misterio se desvela a quien le place. Y eso quizás, sea lo que enfada. A nosotros, católicos, nos recuerda al respecto la Escritura: «Yo me compadezco de quien quiero y favorezco a quien quiero» (Ex 33, 19).


En su Regla, san Benito (3, 1-3), pide al Abad que, al tomar decisiones importantes, convoque a todos, pues «con frecuencia el Señor revela lo mejor al más joven». Si bien para nosotros resulta imprescindible cierta disciplina (vigilias, ayunos, silencio, soledad, lectio divina, oración y todas y cada una de las prácticas monásticas), no significa esto un requisito para que Dios obre. El Dueño de todo, puede revelarse a quien quiera y en el sitio que desee, pues todo es suyo. Mucho menos está asociado a un estado de ánimo, pues a menudo creemos que lo espiritual se encuentra disociado de lo ordinario, de la vida de todos los días, de nuestras pequeñas o grandes aflicciones, de nuestras alegrías y de todo cuanto nos mantiene los pies en la tierra.


Después de pasar varios años en estricta clausura y silencio, en el Monasterio donde fui formado, sin traspasar siquiera las puertas de la propia Iglesia ni en contacto con gente del exterior, vine al sur del país para entrevistarme en 2010 con el entonces Obispo de Córdoba. Tuve que abordar una línea del Metro de la Ciudad de México en hora pico, justo cuando los vagones estaban completamente atiborrados de personas y ruido. Todo era caótico. Experimenté una profunda compasión por todas esas almas, y en mi interior había una paz que jamás había tenido. Comprendí que todos eran parte de mí y que Dios me daba ese momento para saber por quiénes había estado orando por tantos años. Me sentí tan profundamente unido a Dios y a todos a partir de ese instante.


Dios me preparó interiormente, a través del despojo; pues mientras más llenos estamos de nosotros mismos, poca probabilidad hay de darle sitio. Mientras menos atiborrada esté nuestra cabeza y nuestro corazón de imágenes y formas rebuscadas de ideas, seremos más capaces de estar atentos para percibir-le, escuchar-le. San Bernardo de Claraval nos decía a sus monjes que, aprendemos mucho más de los árboles y de las piedras; no es extraño que la simplicidad sea una de las características para poder hallar-le. En lo ordinario, donde Dios está y actúa, en el presente.

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