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Foto del escritorPbro. Artemio

El Señor me acompaña en mis desiertos


El Señor Jesús acompaña a sus amigos a donde ellos van. Es verdad que eso no significa que Él acepte y concuerde con todos los lugares existenciales que se eligen, pero aun así Él decide estar ahí. El Señor es amigo fiel.


Así se le vio desde el principio, desde pequeño, asumiendo toda la condición de ser humano y aceptando la pobreza de sus padres y las situaciones más precarias de amenaza y violencia por la persecución de Herodes. Luego, como adulto, se formó en la fila de los pecadores para hacerse bautizar por Juan. Ahí quiso estar. Quiso vivir la misma experiencia que pasaban todos aquellos que buscaban nuevas maneras para enderezar sus caminos.


Ahora no es la excepción. El Señor, sabedor de toda la tradición de su pueblo que vivió tremendas experiencias en el desierto, quiso ir ahí y experimentar todo aquello en carne propia. Su corazón, guiado por un fuerte impulso del Espíritu, elige la aridez, la inseguridad, la prueba, el peligro, la vulnerabilidad y la tentación de toda la condición humana, por nosotros. Así, se percibe que el Señor no solo está en las cosas bonitas de la vida, sino que también transita por nuestras realidades más inhóspitas para trazar ahí nuevas rutas de fecundidad y de vida.


La dinámica principal con la que se encontró Jesús en ese desierto fue la de la prueba o la tentación, muy de la vida humana, que nos asalta continuamente. Ahí padece Él mismo las astucias del tentador y le planta cara por amor a nosotros y nos muestra que en toda tentación que padezcamos, Él está ahí presente para fortalecernos y para guiarnos.


El texto del evangelio sintetiza en tres las tentaciones o pruebas con las que ataca el enemigo. La primera es la de hacer que las piedras se convirtieran en pan. Ahí se le sugiere a Jesús usar sus poderes en beneficio propio, para su propio provecho. Es la tentación de usar egoístamente los dones que Dios nos dio y, al mismo tiempo, dejar de confiar en Dios y volverse a sí mismo con autosuficiencia insana. Jesús sabe que la única manera de encontrar satisfacción y calmar toda hambre es aprendiendo a depender totalmente de Dios.


La tentación que le sigue es la de provocar un hecho sensacionalista y espectacular: aventarse del templo alto, para que lo rescataran los ángeles y todos lo vieran. El Señor rechaza totalmente eso, sabe que el sensacionalismo conduce al fracaso y que el buscar sensaciones no es confiar, sino desconfiar de Dios. Enseña que la fe que depende de señales y milagros no es verdadera fe. El poder salvador de Dios surge de modos muy sencillos y humildes, como el grano de mostaza.


Finalmente, se nos muestra la prueba de claudicar en el camino del Señor y de pactar con el mal. Es la tentación de avanzar retirándose y a tratar de cambiar el mundo como lo hace el enemigo. Jesús no se deja sobornar y enseña que el camino de fe no se puede doblegar y ponerse al nivel del mundo, al contrario eleva al mundo a su propio nivel. Adorar a Dios significa para Jesús el centro de todo su actuar.


El desierto y la prueba no le es ajeno al Señor. Ha estado ahí por puro amor. Abriendo caminos en medio de lo más vulnerable y convirtiendo el desierto en camino y liberación. Qué confianza da el saber que el Señor Jesús elige lo vulnerable, lo árido, lo inhóspito y no le tiene miedo a la intemperie existencial. Más bien la entiende y le planta cara al tentador que justo llega cuando uno está bajito y débil.


¿Qué se mueve en mí al saber que en toda tentación y desierto está el Señor conmigo? ¿Qué le dice ese gesto de amor de Jesús a mis horas bajas? ¿Qué me enseña? ¿A qué me invita? ¿Qué novedad encuentro en ello? ¿Qué aprendo para enfrentar ahora mis desiertos? Le hablo de esto al Señor y le agradezco su comprensión, su compasión y su amor.

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