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Foto del escritorLuis Ariel Lainez Ochoa

El profeta que conocemos


La Palabra del Señor en este domingo nos permite contemplar a Jesús volviendo a su tierra después de haber predicado y obrado milagros en los pueblos circunvecinos. En el corto tiempo de la predicación se ha hecho de un grupo numeroso de seguidores que lo acompaña con entusiasmo y esperanza.


Podemos imaginar al Señor Jesús emocionado por volver a ver a su mamá, a sus hermanas y hermanos; su corazón late fuerte al mirar el taller donde aprendió los rudimentos del trabajo con su padre José. El hijo del carpintero invita a sus discípulos a entrar a su hogar y a compartir los alimentos. ¡Al fin pueden descansar un momento!


Llegado el sábado Jesús asiste como fiel judío a la sinagoga donde toma la palabra y comienza a predicar la Buena Noticia de salvación. Los presentes se turban mucho al ver a ese hombre que hasta hace poco era uno más de los habitantes de aquella aldea, y se preguntan ¿qué ha pasado con Él? ¿Ahora es un milagrero? ¿Dónde aprendió todo eso?

Sus conocidos, familiares y amigos son los primeros que desconocen al Maestro; por ello el Señor les recrimina su incredulidad, razón por la cual no obra milagros allí. La deshonra de su descrédito asombra al Señor y comienza a ver con mayor lucidez la dificultad de la misión que el Padre le ha encomendado, sobretodo con aquellos que no creen o no tienen fe.

En la presencia amorosa de Jesús me pregunto: ¿Cuántas veces soy como aquella gente que no ha visto en Jesús sino solo un hombre de buenas intenciones, de grandes ideales y atractivas propuestas?


¿Hasta donde mi supuesta familiaridad con Él me ha llevado a dejar de creer poco a poco que el Señor puede obrar milagros en mí? ¿Por qué me atrae más ese Jesús de hechos extraordinarios y palabras enérgicas que aquél de la vida ordinaria y simple? Habla con Jesús de todo esto.

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