El asombro que despierta un deseo

Después de haber llamado a sus primeros apóstoles, Jesús se instala por un tiempo en Cafarnaúm para realizar allí su ministerio profético. Su actuar en la sinagoga desconcierta y atrae a sus oyentes que reconocen en el Maestro una autoridad hasta el momento desconocida. Esta autoridad procede de la coherencia entre lo que es y lo que enseña; el carpintero de Nazaret es consciente que su autoridad quedará confirmada por el don de su propia vida en favor de los que ama.

El encuentro con el endemoniado es un acontecimiento contundente que demuestra dicha autoridad. El poder del Padre está con Él, porque es el Santo de Dios. Las palabras del poseído no serán nunca una confesión de fe como la de otros personajes del Evangelio; ya que denotan irritabilidad, molestia y enojo ante quien viene a traer luz a un mundo lleno de oscuridad, ante Aquél que viene a clausurar los planes de destrucción y ruina con los que el maligno hostiga a los hombres. El mal teme perder su poder y control sobre aquellos que viven adormilados por una falsa paz y seguridad.

Los presentes quedan tan asombrados (estupefactos) ante el episodio, que arrojan la pregunta sobre qué es lo que están mirando. Ante dicho asombro, la fama de Jesús, en los albores de la predicación comienza a extenderse velozmente. Sin embargo, este asombro para muchos de ellos ha quedado solamente en ver a un milagrero que hace cosas sorprendentes; mientras que en otros ha despertado un deseo genuino de seguirlo, de conocerlo y descubrir la novedad de su mensaje.

Hoy delante del Señor, en un clima de recogimiento y silencio orante me pregunto: ¿qué fue aquello que me asombró de Jesús cuando lo conocí?, después de este tiempo considerándome su seguidor ¿Cristo me sigue asombrando hoy? o ¿quizá estoy tan acostumbrado a hablar de Él, a tratar con Él, que ha perdido relevancia en mi vida y mis acciones? Pido la gracia de dejarme asombrar por lo que ha hecho y sigue haciendo en mi vida hasta este momento.