Acércame a tu luz, Señor.
No hace falta mucho para darnos cuenta de los males que aquejan a nuestra sociedad. Hay muchas realidades torcidas. Hoy parece que la injusticia, la muerte, la violencia, los desaparecidos, la mentira, el egoísmo, la corrupción tienen carta de ciudadanía entre nosotros. Mirándolo todo solo desde esta clave de lectura se puede concluir lo mal que está el país y el mundo.
¡Esto es así! Es un diagnóstico oscuro, difícil, crudo, que tiene mucho de verdad. Sin embargo, también podemos encontrarnos con planteamientos de luz en medio de la oscuridad de la noche. De hecho, el evangelio que hoy escuchamos se enmarca en ese contexto: Nicodemo fue a buscar «de noche» a la Luz, al Maestro. Son puntos de luz que aún vemos como ejemplos de solidaridad, de esfuerzo común, de diálogo, de perdón, de reconciliación. Son señales de que el bien y la bondad no han muerto. Están fermentando la masa de modo humilde y sencillo, pero al mismo tiempo eficaz. Y es que la razón es la misma: Por encima y debajo de toda la realidad, dentro de ella misma, está Dios conduciendo de manera sabia nuestro camino, dejándose ayudar por corazones abiertos que quieren colaborar en su proyecto o reinado.
El Señor conduce la historia de la salvación, muy a pesar de los pesimismos. Ya que no se trata de que no haya maldad en el mundo, la hay, la llevamos a veces muy puesta. Pero en la vida hay mucho más que eso, está el Padre Dios metido hasta el fondo de nuestro diario acontecer, amándonos y dándonos de su aliento. Eso lo cambia todo de modo radical. Es la luz de cada amanecer, que disipa toda oscuridad, y esa luz está dentro de cada uno de nosotros.
Aún más, cuando Jesús le dice a Nicodemo que el hombre puede renacer, le está otorgando la posibilidad de una vida plena, verdadera, bienaventurada, que solo viene de Él. El Padre se despoja de su propio Hijo para entregarlo a nosotros, para que en Él, siendo sus amigos cercanos y discípulos, tengamos esa vida nueva. ¡Es una gran noticia! Renacer es salir de la maldad propia y abrazar el camino del amor que se abre y se dona. Y de verdad que se siente uno como nuevo. De ese modo se puede pasar por cualquier dificultad, por muy oscura que esta sea. La luz resucitadora y renovadora están en nosotros.
Todo este mensaje esperanzador nos hace levantarnos y ponerle alas de nuevo a la ilusión. Ya hay una victoria alcanzada, una vida eterna y plena que nos aguarda en el Señor. Es el cielo que se vislumbra en el Hijo del Padre y que se comienza a vivir desde ahora. El amigo de Dios sabe que esto no lo vive como carga y condena, sino como una siembra esperanzadora de frutos de bondad plena. Y sabe que si su humanidad no responde del todo, buscará al juez misericordioso que no vino a condenar al mundo, sino a salvarlo, y eso le devolverá mil veces la esperanza, la caridad y la fe.
Tanto las oscuridades personales como las que vivimos como sociedad pueden ser disipadas por la verdadera luz. Y hoy es acuciante la necesidad de esta gran iluminación. Nuestros corazones y nuestra sociedad necesitan de la luz del bien, de la verdad, de la justicia, de la paz, de la caridady de la fe. Abriéndonos a esa luz, nuestras obras serán movidas por ese resplandor y así construiremos y repararemos según Dios.
Me detengo a considerar mi realidad a la luz del evangelio de hoy y me pregunto: ¿Qué mueve mi corazón ante el designio del Padre que entrega a su propio Hijo por amor a mí? ¿Cómo quisiera responderle? Ante la luz cálida y cercana de Dios, ¿qué obras de oscuridad se descubren en mí? ¿Siento la llamada acuciante de acercarme a esa luz? ¿Cómo resuena en mi corazón la invitación de quien crea en el Hijo tendrá vida eterna? Hablo de esto con el Señor.
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